sábado, 13 de marzo de 2010

OTTO DIX



Este cuadro es una de las numerosas obras del autor que refleja la muerte. Esta pintura representa un soldado de la Primera Guerra Mundial, época en la que vivió el autor

La política fue un elemento decisivo en su forma de entender el mundo, esto es, de pintar, y su implicación ética con los derrotados, los humillados y ofendidos de la historia, unida a su acusado sentido de lo grotesco, le condujeron a pintar de una forma tan vigorosa y exaltada que a menudo causaba aversión. Sus putas, sus mutilados, el lumpen que puebla su obra, constituyen una de las denuncias iconográficas más potentes de la historia del arte. Su verismo, su hipertrofiada objetividad, su tendencia a la caricatura, a retratar lo obsceno, es decir, aquello que acostumbra a permanecer oculto, velado por la hipocresía, la buena educación y el gusto dominante –o impuesto– le llevaron en dos ocasiones al banquillo, afortunadamente sin consecuencias, y le convirtieron en una de las presas más cotizadas por el nazismo. Otto Dix era, se mirara como se mirara, un artista degenerado. La Segunda Guerra Mundial –de hecho la toma nazi del poder– supuso para Dix un golpe del que ya no se recuperaría. Había perdido impulso y las circunstancias no le permitirían recuperarlo. Pero eso ya no importaba mucho: Otto Dix era uno de los grandes, uno de esos artistas que representan a una época y que nos devuelven, transformada, enriquecida, violentada, su imagen, la de una Historia que nos explica el presente y que, en ocasiones, ayuda a vislumbrar el futuro.

Tiempos de guerra

Otto Dix nació el 2 de diciembre de 1891 en Untermhaus, cerca de Gera, en Turingia. Hijo de obreros cualificados estudió dibujo y muy joven comenzó a trabajar como pintor-decorador. En 1908 ya pinta sus primeros óleos, pasteles y dibujos al carboncillo y, un año más tarde, ingresa en la Escuela de Artes y Oficios de Dresde, la que fuera su ciudad de referencia. Pero una catástrofe interrumpiría su vida y la de millones de europeos: la Primera Guerra Mundial. Kokoschka fue herido en una emboscada y capturado por los rusos en el frente oriental; Macke caía el 29 de septiembre en la Champagne francesa y Marc sucumbía el 4 de marzo de 1916 en Verdún; Kirchner, por su parte, fue asaltado por tal crisis física y mental que tuvo que ser ingresado en el sanatorio Königstein en el Taunus. Dix tuvo más suerte que ellos. Tras incorporarse como voluntario al frente recorrió en un convoy militar Francia, Flandes, Polonia y Rusia; fue herido, condecorado y ascendido. Pero esa buena suerte, ese cumplimiento ejemplar no debe engañarnos. Mientras duró la campaña Otto Dix escribió multitud de cartas describiendo los horrores de aquella feroz matanza y, sobre todo, trabajó a destajo en unas condiciones dramáticas, esas condicione que, milagrosamente, habían permitido también escribir a Wittgenstein su Tractatus. Dix pintó retratos y autorretratos–su célebre Autorretrato como soldado– así como cientos de dibujos, aguadas y acuarelas. Influido por el cubismo y el futurismo el pintor tomaría nota de la devastación, de las trincheras y lo impactos de los obuses, de los cadáveres desmembrados y de la naturaleza arrasada. Todo ello le haría merecedor, años más tarde, de la denuncia de los exquisitos críticos nazis: por “sabotaje al espíritu militar de las fuerzas armadas”. Para Dix la guerra es un fenómeno telúrico, geológico, pero esa aparente impersonalidad no oculta su feroz denuncia. Tan sólo Goya había logrado algo parecido a lo que Dix hará en esos años. En 1916, en la Galería Arnold, muestra ya algunos de sus trabajos, macabros, expresionistas, como La guerra, Autorretrato como Marte, o el guache Trincheras. Aunque no será hasta 1923 que no aparezca la carpeta definitiva sobre el tema La guerra, y pinte su óleo Las trincheras, hoy desaparecido. “Ese Dix provoca náuseas”, aseguró el historiador del arte Julius Meier-Graefe en 1924. El “entrenamiento demencial de cuatro años” que fue la contienda rinde sus frutos artísticos en una obra que quedará definitivamente afectada por su impacto. “A juzgar por los cuadros bélicos de los antiguos, parece como si sus autores nunca hubieran estado allí”, se queja Dix. Pero él sí estuvo, y se empapó de la miseria, del sufrimiento y del dolor. Su tremendo tríptico sobre el tema exime de cualquier comentario, y los nazis no se lo perdonarían. Era difícil, al comienzo, no sucumbir a la fascinación de los uniformes, al delirio popular, al hechizo propagandístico de las “tempestades de acero”. Incluso alguien tan poco proclive a esos frenesís como Stefan Zweig no pudo sustraerse del todo a su atracción. Así lo confiesa en sus memorias: “En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida ala calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida”. Otto Dix no se dejó engañar, y si bien afirmó que no era pacifista, como no era “político” ni otras muchas cosas, lo cierto es que su obra es incuestionablemente antibelicista, como sus pinturas, su compromisos, estuvieron siempre con la izquierda. Pues los tiempos en los que Dix más brilló fueron tiempos turbulentos y exaltados; fue una época fascinante y terrible en que izquierda y derecha radicalizaban sus posturas y se enfrentaban diariamente en las calles, en los cafés, en los barrios. Fueron los tiempos de la efímera, romántica y malograda República de Weimar, de la que Dix fue, de algún modo, “pintor de corte”.

Tiempos de revuelta

Tras la contienda, en 1919, Otto Dix volvió a su querida Dresde e iniciaría el periodo más fecundo, más innovador y brillante de su carrera. Y también el más comprometido políticamente. El 3 de noviembre de 1918 la flota alemana se había sublevado en Kiel: era el comienzo. A la sublevación siguieron levantamientos en Colonia, Hannover o Munich, donde el poeta y socialista Kurt Eisner proclama, por fin, la caída de la monarquía y forma el primer Consejo de Obreros y Soldados. Poco después se constituyen otros en Dresde o Leipzig y, apenas unos días más tarde, los acontecimientos se precipitan. El 10, bajo la presión de una huelga general, Guillermo II abdica, dimite el canciller Max von Baden y el Consejo de Comisarios del Pueblo nombra a Friederich E. Ebert, miembro del Partido Socialista Alemán, presidente de la República, y a su compañero de partido, Ph. S. Scheidemann, primer ministro. Es la “revolución de noviembre”: la República de Weimar ya está en marcha. Los conflictos, sin embargo, no tardan en aparecer. Buena parte de Alemania, en especial Berlín, donde en última instancia se juega su destino la República, se halla sumida en huelgas, mientras sus calles son un hervidero de manifestaciones, desfiles y proclamas. En las empresas se han creado consejos de obreros y soldados, alentados por la oposición pero sobre todo por los espartaquistas de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg: queda otra revolución pendiente. El 6 de enero de 1919 Ebert encarga a un compañero de filas, Gustav Noske, que tome el mando de las fuerzas armadas congregadas en Berlín para acabar con el “caos”. Como es tradicional el orden se impondrá con bestial contundencia. Mientras se elabora la constitución en Weimar, bajo los auspicios de Goethe y Schiller, Noske, apoyado por cuerpos de voluntarios, por tropas de aventureros del antiguo ejército imperial pagadas por industriales, “limpian” Berlín y sus alrededores
Informacion sacada de www.elviejotopo.com

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